EL PADRE PÍO 

MENSAJES DEL SANTO DE LOS ESTIGMAS

Laureano Benítez & José Antonio Benítez

Editorial San Pablo, Madrid, 2014

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¾ Capítulo 7 ¾

La montaña santa

             (Extracto)

 

Alguien le preguntó un día:

--Padre, ¿cuál es verdaderamente su misión, la misión que Cristo le ha encomendado?

--¿Yo? Yo soy confesor.

 

En cierta ocasión, Pío XII preguntó a Mons. Cesarano, arzobispo de Manfredonia, que solía visitar al Padre Pío: «¡Bueno! ¿Y qué hace el Padre Pío!»

«¡Santidad! --le respondió el señor arzobispo--, ¡el Padre Pío quita los pecados del mundo!»

 

Un santo muy anticuado

A pesar de que Juan Pablo II definió al Padre Pío como «un santo para el tercer milenio», el capuchino aferrado a su Rosario, que confesaba todo el día, incansable recitador de novenas, que oficiaba la misa según el rito tridentino, insobornable en su denuncia de la degradación moral y la laxitud en las costumbres representa más bien un modelo de santidad aquilatado en la más genuina tradición de la Iglesia. Guiado por esa mentalidad tradicional, ortodoxa y clásica que siempre tuvo, el Padre Pío fustigó incansablemente la degradación de las costumbres, anatematizando con gran dureza y rigor cualquier desviación, por mínima que fuera, de los mandamientos de Dios y de la Iglesia, siendo un feroz guardián de la ortodoxia, un centinela insobornable que veló durante toda su vida porque los creyentes practicaran conductas virtuosas, condenando con firmeza cualquier tipo de ideología moderna que pretendiera hacer pasar por conducta normal lo que era pecado, simple y llanamente.

Enarboló la bandera de la virtud y de la honestidad en el confesionario, desenmascarando hasta el más venial de los vicios que se presentaba ante él, purificando las conciencias de sus penitentes, a los que exigía no sólo arrepentimiento, sino una verdadera conversión que les llevara a evitar el pecado en el futuro. De lo contrario, su grito era bien claro y terminante: « ¡Fuera!, ¡fuera!»... y se negaba a absolver.

Grandes mensajes que harían bien en asimilar los tiempos actuales, para los que poco o casi nada merece el sospechoso título de «pecado», pues «no hay que reprimirse, porque eso produce neurosis y angustia», porque «debemos ser libres de las normas impuestas», ya que «todo es relativo», carpe diem, etc. En una palabra, el testimonio del Padre Pío es un serio aldabonazo para un mundo que ha perdido la conciencia de pecado.

«La vida no consiste en placeres: es lucha contra las pasiones, contra Satanás y las máximas perversas del mundo. Para vencer se necesita la gracia de Dios, que se obtiene con la oración y los Sacramentos. Fruto de la vida cristiana es la paz del corazón, la resignación en el dolor y la gloria en el Paraíso».

En las cartas que escribía ejerciendo la dirección de sus hijos espirituales, el Padre Pío se quejaba a menudo del avance de las fuerzas del mal en el mundo, al que veía bajo el imperio de un pecado cada vez más mortífero, situación causada por una fe tibia, y por la inconsciencia de no querer ver el peligro de una humanidad cada vez más oscurecida por las tinieblas y la ignorancia:

«Que Jesús y María te ayuden siempre y que den a tus palabras el poder de convertir y detener la desbandada precipitada de muchas almas hacia el precipicio».

«¿No sabes que debemos estar alertas en el camino a la salvación? ¡Sólo los fervientes la logran, nunca los tibios o los que duermen!»

«¡Oh buen Dios! Si todos fueran conscientes de tu severidad además de tu ternura, ¿qué criatura sería tan insensato que se atrevería a ofenderte?»

Uno de los hermanos preguntó al Padre Pio: «¿Porqué llora usted?» Él respondió: «¿Cómo no llorar, viendo a la humanidad condenándose a toda costa?»

Hablando de la Sangre Divina de Jesús, dijo: «Solamente pocos se beneficiarán de ella, el mayor número corren la vía de perdición».

«Que te mantengas muy lejos de... reuniones profanas, de corruptos y corrompedores entretenimientos, de toda compañía impía».

«El mundo está lleno de maldad, y ninguna prudencia y vigilancia son suficientes para evitar contaminarse. Sólo huyendo de él puede ser vencido».

Quizá la frase más lapidaria que se puede entresacar de esta correspondencia es la siguiente, que muestra la radicalidad de las creencias del Padre Pío: «Padre, te suplico: pon rápidamente fin al mundo, o pon fin a los pecados cometidos continuamente contra la Persona adorable de tu Hijo unigénito».

La dantesca situación que vive el mundo actual, sumido en las tinieblas y en la oscuridad del pecado, es proclamada por muchos videntes, que coinciden con el diagnóstico pesimista que había hecho el Padre Pío desde los albores del siglo pasado:

«Los días están ya anunciando mi próxima venida. Padre mío, perdónalos porque no saben lo que hacen;  ¿cuántos ultrajes más a mi Divinidad tendré que soportar? Mi Pasión se revive y mi Calvario es más doloroso por tanta ingratitud y tantísimo pecado de la inmensa mayoría de la humanidad de estos últimos tiempos.

 Cada aborto, cada inocente que muere, despedaza mi carne; las manos criminales me azotan; los niños y ancianos que mueren de hambre, son espinas que se clavan en mi cabeza; mi ser se estremece de dolor cuando el hombre, con su tecnología de muerte, manipula la vida; la Cruz que tengo que cargar en estos tiempos es más pesada que la que cargué camino del Gólgota. ¡Cuánto me duele ver a mis jóvenes sumidos en la oscuridad y la muerte, cuánto me duele ver los hogares destruidos, las viudas y los huérfanos desamparados!

 Lágrimas corren por mis ojos al ver que derramé mi sangre para redimirlos y todo parece que fue en vano. ¡Oh, que pesada es mi Cruz, y qué lenta es mi agonía! Venid, cirineos, y ayudadme a cargar esta Cruz; llorad conmigo, hijas de Jerusalén, enjugad mi rostro con vuestras lágrimas y os dejaré grabada en vuestra alma mi retrato. Yo soy el Cristo de todos los tiempos, que yace moribundo y triste, viendo tanta miseria humana, tanta ingratitud y tanto pecado de esta generación impía».[3]

 

La montaña santa

 

Si el relativismo ético es un factor que explica la degradación de la conciencia de pecado, otra causa del progresivo deterioro del sacramento de la penitencia es la creencia de que la misericordia de Dios nos perdonará todo lo que hagamos, así que ¾concluimos¾ eso nos da derecho a hacer lo que queramos, pues siempre vamos a ser amnistiados. Esta creencia está propiciando indirectamente que se niegue la existencia del mal y de Satán, su instigador, confiados en la bondad infinita de Dios, que nos salvará hagamos lo que hagamos.

Esta degradación de la conciencia del pecado en la sociedad actual ha influido, como es lógico, en la devaluación del sacramento de la misericordia. Si en un capítulo anterior explicábamos la depreciación que ha producido en el sacerdocio la celebración de la santa Misa de forma inapropiada, sin verdadera conciencia de su enorme trascendencia redentora y sacrificial, lo mismo podríamos decir de la confesión, un sacramento íntimamente ligado a la celebración eucarística, que ha sufrido un proceso corrosivo de igual intensidad, lo cual ha contribuido a la crisis identitaria del sacerdote, ya que el carisma sacerdotal tiene dos polos sustanciales, sin las cuales no puede entenderse su ministerio y su servicio a la comunidad de los creyentes: la Misa y la confesión.

«Una de las pérdidas más trágicas que nuestra Iglesia ha sufrido en la segunda mitad del siglo XX es la pérdida del Espíritu Santo en el sacramento de la Reconciliación. Para nosotros, los sacerdotes, esto ha causado una tremenda pérdida de perfil interior. Cuando los fieles cristianos me preguntan: “¿Cómo podemos ayudar a nuestros sacerdotes?”, entonces siempre respondo: “¡Id a confesaros con ellos!” Allí donde el sacerdote ya no es confesor, se convierte en un trabajador social religioso. Le falta, de hecho, la experiencia del éxito pastoral más grande, es decir, cuando puede colaborar para que un pecador, también gracias a su ayuda, deje el confesionario siendo nuevamente una persona santificada. En el confesionario, el sacerdote puede echar una mirada al corazón de muchas personas y de esto le surgen impulsos, estímulos e inspiraciones para el propio seguimiento de Cristo.

[...] Un sacerdote que no se encuentra, con frecuencia, tanto de un lado como del otro de la rejilla del confesionario, sufre daños permanentes en su alma y en su misión. Aquí vemos ciertamente una de las principales causas de la múltiple crisis en la que el sacerdocio ha estado en los últimos cincuenta años. La gracia especialmente particular del sacerdocio es aquella por la que el sacerdote puede sentirse “en su casa” en ambos lados de la rejilla del confesionario: como penitente y como ministro del perdón. Cuando el sacerdote se aleja del confesionario, entra en una grave crisis de identidad. El sacramento de la Penitencia es el lugar privilegiado para la profundización de la identidad del sacerdote, el cual está llamado a hacer que él mismo y los creyentes se acerquen a la plenitud de Cristo».[4]

Santa Faustina Kowalska recoge en su Diario una revelación que le hizo Jesús sobre la verdadera naturaleza de la confesión. Al leerla, no podemos de sentirnos confundidos sobre la colosal irresponsabilidad que nos lleva a huir de ella, o a no hacerla de la forma reverencial debida a este maravilloso don celestial que se nos regala con total gratuidad:

«Cuando vayas a la confesión, a esta fuente de Misericordia, la Sangre y Agua que fluyó de Mi Corazón siempre fluyen sobre tu alma. En el Tribunal de la Misericordia (el Sacramento de la Reconciliación), los milagros más grandes toman lugar y se repiten incesantemente. Aquí la miseria del alma se encuentra con el Dios de Misericordia. Vengan con fe a los pies de Mi representante. Yo mismo estoy esperándoles allí. Yo tan sólo estoy escondido en el sacerdote. Yo mismo actúo en tu alma, haz tu confesión ante Mí. La persona del Sacerdote es, para Mí, solamente una pantalla. Nunca analices qué clase de sacerdote es el que Yo estoy usando. Ábrele tu alma en la confesión como si lo hicieras conmigo, y Yo te llenaré con Mi Luz. Así estuviera allí un alma, o un cadáver descompuesto, de tal manera que desde el punto de vista humano no hubiera esperanza de restauración y que todo ya estuviera perdido, no es así con Dios. El milagro de la Divina Misericordia restaura esa alma en plenitud. Desde esta fuente de Misericordia las almas atraen gracias solamente con la vasija de la confianza. Si su confianza es grande, no hay limite a Mi generosidad».

El Padre Pio solía sentarse a confesar después de la santa Misa. «Después de una acción de gracias prolongada, toma un vaso de agua y pasa a la sacristía a confesar a los hombres. Algunos lo abordan deseando exponerles sus propias ideas o pedirle consejo, pero desde el instante en que se arrodillan y se confiesan todo queda claro: lo quieran o no, todo queda al desnudo bajo aquella mirada. El Padre Pío persigue al alma para descubrir sus heridas más o menos ocultas, más o menos confesables, para curarlas, para sanarlas con su benevolencia y su celo ardiente, según las necesidades de cada cual. Porque no debemos olvidar que el Padre Pío, antes de ser taumaturgo, es un confesor: sana los cuerpos, pero sobre todo las almas».[5]

Admitía a los hombres hasta las nueve. A las once y media a las mujeres. Durante toda su vida de confesor dio preferencia a los hombres, porque decía que «son los que más lo necesitan». Dentro de estos, se ocupaba especialmente con celo incansable de lo que llamaba «peces gordos»: es decir, de los grandes pecadores.

Al ser tantas las personas que esperaban para la confesión, desde enero de 1950 todas las penitentes deben conseguir un número de orden para evitar confusiones. En 1952 hubo que adoptar el mismo sistema también para los hombres. Era tal la avalancha de penitentes, que la espera podía llevar desde varias horas hasta varios días.

Cuenta que, en 50 años, se arrodillaron a sus pies millón y medio de penitentes. Todos salían de allí convertidos, y al que no iba de buena fe lo descubría. Durante el año 1967, cuando ya era octogenario, llegó a confesar cerca de 70 personas al día.

La confesión era la auténtica vocación del Padre Pío, pues a través de ella abrazaba a todas las almas posibles, transmitiéndoles el amor incondicional de Dios y de su Hijo, para ayudar a levantarlas, para vencer las caídas y la desesperanza. La confesión era el abrazo de Cristo a los hombres. Muchos de los penitentes del Padre Pio hacían la declaración asombrosa de que cuando estaban en su confesionario experimentaban la imponente impresión de estar ante la cátedra del juicio de Dios. A través del sacramento de la misericordia expresaba su más íntima vocación, que a su vez debe ser la de todo sacerdote: convertir a los pecadores, salvar las almas.

Deseaba ser considerado exclusivamente como confesor. No era un predicador, no escribió libros, e incluso su correspondencia epistolar le estaba vetada por un decreto del Santo Oficio, así que pasaba sus días en el confesionario. Durante muchos años llegó a permanecer allí hasta 16 horas. En este aspecto es equiparable a otro gran confesor, el santo Cura de Ars, también encadenado al confesionario durante jornadas agotadoras. «Me siento perfectamente bien, pero estoy ocupadísimo día y noche por los cientos de confesiones que tengo que escuchar. No dispongo ni de un minuto libre; todo el tiempo lo dedico a liberar a los humanos de las garras de Satanás, pero tengo que agradecer a Dios pues me ayuda intensamente en mi ministerio. ¡Bendito sea Dios! Siento la fuerza para renunciar a todo, con tal que las almas regresen a Jesús y amen a Jesús. Vienen aquí innumerables almas de toda clase social, de ambos sexos, con el único objeto de confesarse. Se dan espléndidas conversiones».[6]

Ya desde sus primeros tiempo de sacerdote se dejó entrever esta misión. El domingo 14 agosto 1910 el Padre Pío cantaba su primera misa solemne en la iglesia de Santa Ana, en su Pietrelcina natal. Durante el sermón, el Padre Agostino manifestó un deseo que resultó profético: «No tienes mucha salud, no puedes ser un predicador. Te deseo, pues, que seas un gran confesor».

«Parecía desarrollar su vida entre las cuatro tablas que forman su confesionario, de forma semejante al molusco que vive encerrado en las valvas de su concha. Salía de él para tomar una cantidad insignificante de alimento, para aspirar cuatro sorbos de aire libre en el huerto del convento, para tomarse un momento de reposo al mediodía o a la noche, en el coro o en su celda, desahogando su alma atribulada ante Dios. Innumerables gentes de todo el mundo llegarán a ese rincón de San Giovanni, aislado, pequeño, privado de toda comodidad, ¡sólo para confesarse!

Este agreste rincón del Gargano se va a transformar en la montaña santa por obra del penitente confesor, el Padre Pío. Montaña santa, consagrada por tantas y tantas absoluciones impartidas en su gran mayoría a hombres solos, mediante los que ríos y ríos de gracias de reconciliación han descendido sobre la tierra!»[7]

El confesionario fue el lugar por excelencia en el que el Padre Pío realizó sus milagros más sorprendentes, pues no de otro modo se pueden calificar las asombrosas conversiones que obró en ese reducido escenario, conversiones prodigiosas e inexplicables, fuera de toda lógica, imposibles de entender si la gracia de Dios no se hubiera volcado generosamente a través de las manos estigmatizadas del Padre Pío. Como decía san Pablo: «Cada conversión es un hecho sobrenatural debido a la gracia de Jesús».

La lista de sus conversiones, al igual que la de sus milagros, es asombrosa. Realmente, todos los portentosos dones que Dios le regaló no tenían otra función que atraer a las multitudes al confesionario para, una vez allí, arrodillados ante un santo revestido de la misericordia divina, experimentar conversiones fulminantes, que llenaron de pasmo a quienes las presenciaron. Atraía con el reclamo de los estigmas increíbles, encandilaba espiritualmente con una Misa sobrecogedora por su intensidad, sanaba los cuerpos enfermos... y, como final, esperaba a los pecadores en el confesionario para reconciliarlos con Dios, para traerlos  de vuelta a la Madre Iglesia, al Cuerpo Místico de Cristo, operando sorprendentes metamorfosis incluso en las almas más desviadas de la Iglesia: comunistas, ateos, masones, curiosos, anticlericales, grandes pecadores... todos sucumbieron ante el gigantesco poder persuasivo del Padre Pío. «Es uno de esos hombres extraordinarios que Dios envía a la tierra de vez en cuando para la conversión de los hombres», dijo Monseñor Damiani, obispo de la diócesis de Salto, Uruguay, al Papa Benedicto XV después de conocer personalmente al Padre Pío.

«Dios envía a sus profetas según los tiempos. Para los nuestros Dios envió al Padre Pío, verdadero hombre de Dios y hombre para los demás, que actuó y enseñó en el nombre y con el ejemplo de Jesús. La misión del Padre Pío en esta tierra fue la de despertar en las conciencias el sentido del pecado, y a través de la misa y del sacramento de la confesión, llevar a los hombres a la conversión».[8]

 


[1] Juan Pablo II, Veritatis splendoris p. 106.

[2] Padre Ángel Peña O.A.R., La vida es una lucha contra el mal, op. cit., p. 14.

[3] Revelación dada por Jesús a un alma llamada Enoc, el 25 de Octubre de 2011.

[4] Cardenal Joachim Meisner, arzobispo de Colonia,  19 de junio de 2010, ZENIT.org

[5] Francisco Napolitano, Padre Pío, el estigmatizado, Ediciones Padre Pio da Pietrelcina, 1977.

[6] Epistolario, op. cit., carta del 3 de Junio de 1919.

[7] F. de Riese Pío X, Padre Pío da Pietrelcina, Un crucificado sin Cruz, Roma 1975, pp. 201-203.

[8] http://www.fratefrancesco.org/biogr/PadrePio