Capítulo
5
Portavoz
de los pobres
«Creo que la piedra angular de mi
pontificado es, precisamente, la explicación del valor
trascendental de la persona humana»
«Me
hago portavoz de todas las personas enfermas y que sufren, así
como de los pueblos heridos por la pobreza y la violencia, para
que surja, para ellos y para toda la humanidad, un futuro de
justicia y solidaridad».
Profeta
de los pobres
Aunque
la primera motivación de sus viajes siempre era espiritual,
evangelizadora y apostólica, Juan Pablo II los aprovechaba para
hablar en nombre de los hombres y pueblos sin voz, de los pueblos
marginados y aplastados por la explotación económica, por regímenes
dictatoriales tanto de derechas como de izquierdas, haciendo un
llamamiento contundente para que respetaran sus derechos humanos,
para que terminaran aquellos sistemas políticos y económicos
injustos causantes de la miseria, la pobreza y el sufrimiento de
tantos seres humanos.
El
eje que vertebró todo su pontificado fue su apasionada defensa de
la dignidad humana, concretada en el respeto a los derechos
humanos fundamentales, de los cuales él destacó dos: la
libertad, como consecuencia de haber vivido bajo dos regímenes
totalitarios (el nazismo y el comunismo);
y la justicia, denunciando la pobreza creada por un orden
económico mundial injusto.
Después
de un viaje por los países más pobres de África, en mayo de
1980, leyó al mundo su famoso manifiesto: «Yo, Juan Pablo II,
obispo de Roma y sucesor de Pedro, soy ahora la voz de los que no
tienen voz: la voz de los inocentes muertos porque carecían de
agua y pan; la voz de
los padres y las madres que han visto morir a sus hijos sin
entender…»
«Todo
lo que se opone a la vida, como los homicidios de cualquier género,
los genocidios, el aborto, la eutanasia y el mismo suicidio
voluntario; todo lo que viola la integridad de la persona humana,
como las mutilaciones, las torturas corporales y mentales, incluso
los intentos de coacción psicológica de todo tipo; todo lo que
ofende a la dignidad humana, como las condiciones infrahumanas de
vida, los encarcelamientos arbitrarios, las deportaciones, la
esclavitud, la prostitución, la trata de personas; las
condiciones ignominiosas de trabajo; todas estas cosas y otras
semejantes son ciertamente oprobios que, al corromper la
civilización humana, deshonran más a quienes los practican que a
quienes padecen la injusticia, y son totalmente contrarios al
honor debido al Creador».
«¡Basta
de violencia, terrorismo y narcotráfico! ¡Basta de torturas y
cualquier otra forma de abuso! ¡Hay que acabar con el recurso a
la pena de muerte! ¡Basta ya la explotación de los débiles, la
discriminación racial y los guetos de pobreza! ¡Nunca más!». (Discurso ante la Virgen de Guadalupe)
«Escoger
la vida exige el más completo rechazo de cualquier forma de
violencia: la violencia causa de la pobreza y el hambre, que
oprime a tantos seres humanos; la violencia de los conflictos
armados, que en lugar de resolver agravan las divisiones y las
tensiones; la violencia del narcotráfico; la violencia del
racismo y la equivalencia del daño inconsiderado al entorno
natural».
Esta
defensa de los derechos humanos ha contribuido decisivamente a la
democratización de América Latina, a la emancipación político-cultural
de algunos países de África y Asia y, especialmente, a la caída
de los regímenes comunistas de los países de Europa Oriental.
Son
innumerables los hechos protagonizados por Juan Pablo II a lo
largo de sus viajes con el fin de defender los derechos humanos,
al igual que sus discursos y sus mensajes sobre el tema en muchos
foros internacionales.
«¿Cómo
juzgará la historia a una generación que, teniendo todos los
medios para alimentar a la población de la tierra, se niega a
hacerlo con semejante indiferencia fratricida?»
En
Tondo, un miserable barrio de casuchas de casi 2 millones de
personas cerca de Manila, sumido en la indigencia y la desesperación
más absoluta, Juan Pablo II dijo: «En las caras de los pobres
veo la cara de Cristo; en la vida de los pobres veo reflejada la
vida de Cristo (…) Ser Iglesia de los pobres significa hablar a
las gentes el mensaje de las bienaventuranza y predicarlas a
todos, a todas las profesiones, a todas las ideologías, a todos
los sistemas económicos y sociales».
En
Puerto Príncipe (Haiti), el 9 mayo 1983, refiriéndose a las
penosas condiciones de vida del pueblo bajo la feroz dictadura de
Duvalier, gritó en medio de una celebración eucarística: «¡Se
necesita que algo cambie aquí!»
Se
encontraba el Papa de viaje en Chad cuando avistaron un pequeño
pueblo, formado por un puñado de casas miserables. Juan Pablo II
detuvo la comitiva de coches, dejó la caravana y entró en una de
las cabañas para hablar con sus habitantes. Quería comprender de
primera mano la vida de aquellas gentes, sus problemas, sus
aspiraciones y
necesidades. Poco más tarde, hizo un llamamiento a la comunidad
internacional para que no se olvidaran de África
En
Brasil llevaron al Pontífice a visitar una favela. Al entrar, se
quedó sobrecogido ante la terrible miseria que allí se
respiraba. Finalmente, se quitó el anillo papal y se lo regaló a
aquella pobre gente.
Durante
un viaje a Senegal visitó la isla de Gorée, la isla de los
esclavos, un importante enclave en el tráfico de esclavos desde
África a América, denunciando el horror de la esclavitud
practicado por aquellos que se decían cristianos
«Que
América decida abolir la pena de muerte, esa pena cruel e inútil.
Jamás debemos negar la dignidad humana, ni siquiera a quien haya
hecho un gran mal. La sociedad moderna posee los instrumentos para
protegerse sin negar de modo definitivo a los criminales la
posibilidad de repente». (Discurso
en Saint Louis, EEUU)
En
Filipinas, en los grandes plantíos de caña de azúcar de
Bacolod, el Papa critica duramente la terrible explotación de los
trabajadores, que sufren unas miserables condiciones de vida. Los
propietarios de las plantaciones, irritados ante esas críticas,
se marchan ofendidos al aeropuerto, subiendo en sus aviones
privados.
El
Papa apoyó firmemente la llamada del Jubileo 2000 a una condonación
total de la deuda de los países en desarrollo. Declaró en
1998 que «la pesada carga de la deuda externa compromete la
economía de los pueblos y atrasa su progreso social y político»
El 5 octubre 1995, en el curso de un viaje a Estados
Unidos, Juan Pablo II pronunció un memorable discurso ante la
Asamblea General de las Naciones Unidas, en la celebración del 50
aniversario de su fundación.
Era la segunda vez que un Papa hablaba allí, pues ya lo había
hecho Pablo VI el 4 octubre de 1965.
«Es
necesario que en el panorama económico internacional se imponga
una ética de la solidaridad, si se quiere que la participación,
el crecimiento económico y una justa distribución de los bienes
caractericen el futuro de la humanidad. La cooperación
internacional, auspiciada por la Carta de las Naciones Unidas para
la solución de problemas internacionales de carácter económico,
social, cultural o humanitario, no puede ser concebida
exclusivamente como ayuda o asistencia, o incluso mirando a las
ventajas de contrapartida por los recursos puestos a disposición.
Cuando millones de personas sufren la pobreza ¾que
significa hambre, desnutrición, enfermedad, analfabetismo y
miseria¾
debemos no sólo recordar que nadie tiene derecho a explotar al
otro en beneficio propio, sino también y sobre todo reafirmar
nuestro compromiso con la solidaridad que permite a los otros
vivir en las concretas circunstancias económicas y políticas».
Hacia
una «solidaridad global»
Juan
Pablo escribió en su exhortación de 1999 «Ecclesia in America»
que la creciente integración global de la era actual presenta una
oportunidad para el progreso. «Sin embargo», advirtió, «si
la globalización se dirige meramente por las leyes del mercado
aplicadas para conveniencia de los poderosos, las consecuencias sólo
pueden ser negativas». Se declaró contrario a una «competencia
injusta que pone a las naciones pobres en una situación cada vez
más inferior».
También
señaló el camino hacia una alternativa a la visión del
fundamentalismo del mercado que se «basa en una concepción
puramente económica del hombre» y «considera a la ganancia y a
ley del mercado como sus únicos parámetros». Declaró que
«también hay que globalizar la solidaridad».
«El
mundo está presenciando el resurgimiento de cierto capitalismo
neoliberal que subordina a la persona humana a las fuerzas ciegas
del mercado. Desde sus centros de poder, tal neoliberalismo a
menudo impone cargas insoportables a los países menos
favorecidos, pues se imponen a las naciones programas económicos
insostenibles como condición para una asistencia adicional
Debido
a tales políticas económicas vemos un pequeño número de países
que se hacen cada vez más ricos al precio de un empobrecimiento
creciente de un gran número de otros países; como resultado, los
ricos se hacen más ricos mientras los pobres se hacen más pobres».
(Discurso durante su visita a Cuba en 1998)
Aunque
la Iglesia ya había prestado atención a los problemas sociales
en su doctrina sobre la llamada “cuestión social”, el
encuentro con la sangrante realidad del tercer mundo que
protagonizó Juan Pablo segundo dio un impulso decisivo a su
modernización y puesta a punto en un mundo globalizado, que
planteaba nuevos desafíos y nuevos retos a la búsqueda de la
justicia en un sistema internacional dominado por estructuras políticas
y económicas básicamente injustas y pecaminosas. Éste es el
mensaje profundo de la encíclica «Sollicitudo rei socialis»,
publicada el 30 diciembre 1987, en la que condenaba el
neocolonialismo con el que se seguía explotando a los pueblos, y
en el que se denunciaba el agrandamiento de la brecha entre los países
ricos del norte y los pobres del sur.
«No
podemos seguir tolerando un mundo en el que conviven los
inmensamente ricos y los miserablemente pobres, los desposeídos
privados hasta de lo esencial y la gente que derrocha
impensadamente lo que otros necesitan con desesperación.
Tales contrastes son una afrenta a la dignidad de la persona
humana».
«La
noción “estructuras de pecado” no pretende sustituir, por
descontado, al pecado personal;
al contrario, se fundan en él, pero su consideración se
vuelve crucial para poder dar cuenta del conjunto de la realidad
que distorsiona la vida humana, en la que existen mecanismos
(sobre todo el afán de ganancia y la sed de poder, absolutizados
e inseparablemente unidos), que refuerzan, difunden y son fuente
de otros pecados».
Frente
a la «civilización de la muerte» que viola los derechos
humanos, fundamentada en la «globalización de la miseria»
proclamaba la «civilización del amor», basada en lo que él
llamaba «la globalización de la solidaridad», encaminada a la
consecución del la paz en el mundo, y basada en el respeto
integral a la dignidad humana,
donde toda la humanidad, sin ningún tipo de exclusión, tenga
acceso a los ingentes recursos y admirables avances de la sociedad
contemporánea.
Su encíclica
«Sollicitudo rei
sociales», publicada el 30 diciembre 1987, puede considerarse como la “encíclica de la
solidaridad”, la cual se incorpora a la lista de las virtudes
cristianas ¾vinculada a la
justicia social y a la caridad¾,
con un papel ciertamente estelar, pues la solidaridad es la virtud
que tiene que proporcionar un código ético global a un mundo
globalizado.
«Hoy,
más que nunca, hay urgente necesidad de que en las relaciones
internacionales la solidaridad se convierta en el criterio
fundamental de todas las formas de cooperación, con la convicción
de que los recursos que Dios creador nos ha confiado están
destinados a todos. La Iglesia católica, preocupada desde siempre
por promover los derechos humanos y el desarrollo integral de los
pueblos, seguirá sosteniendo a cuantos trabajan para asegurar a
todos el alimento de cada día. Por su íntima vocación, está
cerca de los pobres del mundo y espera que todos se comprometan
concretamente a resolver pronto este problema, uno de los más
graves de la humanidad». (Mensaje
a la Cumbre mundial de la FAO sobre la Alimentación, el 10 de
junio de 2002)
«Nuestra
tarea es hacer de la solidaridad una realidad. Debemos crear un
movimiento mundial que entienda la solidaridad como un deber
natural de todas y cada uno de las personas, las comunidades y las
naciones. La solidaridad debe ser un pilar natural y esencial de
todos los grupos políticos, no una posesión privada de la
derecha o la izquierda, ni del Norte o el Sur, sino un imperativo
ético que busca reinstaurar la vocación a ser una familia
global. Dios, en realidad, nos ha dado la tierra para el conjunto
de la raza humana, sin exclusiones ni favoritismo» (Centesimus
annus, 31).
«La
humanidad, al embarcarse en el proceso de globalización, no puede
por menos de contar con un código ético común”. Este código
ético común impedirá que la globalización sea un “nuevo tipo
de colonialismo”. Un código ético común asegura que en el
proceso de globalización triunfe la humanidad entera, y no sólo
una élite rica que controla la ciencia, la tecnología, la
comunicación y los recursos del planeta en detrimento de la gran
mayoría de sus habitantes. Para construir este código ético
orientador de la globalización, la doctrina social católica da
su aportación». (Juan
Pablo II, Discurso a la Academia Pontificia de Ciencias
Sociales (abril 2002).
Si
la Iglesia tiene la misión de ser sacramento de salvación para
toda la humanidad, anunciando el Reino de Dios también a través
de la promoción de los derechos humanos, no es solamente porque
la esencia de la dignidad humana es su filiación divina, sino
también porque la raíz del mal en el mundo, la causa profunda de
los sistemas y estructuras de odio, violencia, injusticia y
miseria que sumen al mundo en el sufrimiento es el pecado que se
enseñorea de un mundo sin Dios, entendido como un desorden moral
que vicia las conciencias y deshumaniza las sociedades.
«Me
afecta cualquier amenaza contra el hombre, contra la familia y la
nación. Amenazas que tienen siempre su origen en nuestra
debilidad humana, en la forma superficial de considerar la vida».
Por
este motivo, para erradicar las lacras que actualmente agobian a
la humanidad no son suficientes los recursos materiales ni las políticas
sabiamente planificadas, ya que nada sirve, nada es eficaz si no
se cambia el corazón, si no hay una conversión profunda a la
causa del bien, de la dignidad intrínseca del ser humano.
«Detrás de las
situaciones de injusticia existe siempre un grave desorden moral,
que no se mejora aplicando solamente medidas técnicas, más o
menos acertadas, sino sobre todo promoviendo decididamente un
conjunto de reformas que favorezcan los derechos y deberes de la
familia como base natural e insustituible de la sociedad».
«Para que tengan
lugar los cambios estructurales deseados, no son suficientes
iniciativas e intervenciones externas; se requiere ante todo una
conversión conjunta de los corazones al amor.
La
liberación en sentido social y político no es la verdadera obra
mesiánica de Cristo. Por otra parte, es necesario constatar que
sin la liberación realizada por Él, sin liberar al hombre del
pecado, y por tanto de toda especie de egoísmo, no puede haber
una liberación real en sentido socio-político. Ningún cambio
puramente exterior de las estructuras lleva a una verdadera
liberación de la sociedad, mientras el hombre esté sometido al
pecado y a la mentira, mientras dominen las pasiones y con ellas
la explotación y las varias formas de opresión».
Para
él, la causa profunda de las «estructuras de pecado» radicaba
en el ateísmo, que priva al hombre de su condición de hijo de
Dios, con lo cual le extirpa la esencia de su dignidad como
persona. Esta idea la desarrolló
en su encíclica «Centesimus annus».
En ella acusaba al ateísmo de todos los males contemporáneos,
desde el totalitarismo comunista hasta el nazismo, las guerras,
los terrorismos, las tiranías, y, finalmente, el consumismo que
reduce el horizonte vital del hombre a la satisfacción
ansiosa de necesidades superfluas. Denunciaba que el capitalismo
reducido a un simple sistema económico de acumulación de
beneficios también atenta contra la dignidad humana, al igual que
el comunismo. No denunciaba al capitalismo en sí, sino al
pernicioso sistema ético-cultural que produce. Como consecuencia,
pedía al capitalismo que se dejan evangelizar, esto es, le pedía que cogiera los valores
cristianos de la solidaridad y de la atención al hombre, sobre
todo el hombre más necesitado.
«¡No
le quiten la palabra al indígena!»
En
sus viajes, Juan Pablo II visitó con mucha frecuencia lugares
habitados por indígenas, por tribus autóctonas, ya que él
buscaba con insistencia y mucho interés el contacto con esas
poblaciones, pues eran las más sometidas a la opresión, la
injusticia y la discriminación, las más propensas a sufrir
violaciones en sus derechos humanos, por parte de gobiernos, de
caciques y terratenientes explotadores. Durante esos encuentros,
su voz se alzaba clara para gritar en contra de los sistemas
opresivos, para denunciar sus miserables condiciones de vida.
En
esos casos su
figura adquiría caracteres de profeta bíblico: «¡Ay de
vosotros ¾decía,
citando al profeta Isaías¾,
que os apropiáis de cada casa
y cada campo, como si sólo vosotros habitaseis la tierra!»
«Ningún
poder externo tiene el derecho de menoscabar y menos aún de
destruir el valor de las culturas humanas. Nadie tiene
derecho de despojar a los pobres de lo que es más importante para
ellos,
incluidas sus creencias y prácticas religiosas».
El
primer viaje del Papa fue a México, donde el 18 enero 1979 abrió
en Puebla la asamblea de la conferencia episcopal latinoamericana.
El 30 enero en Oaxaca
se encontró con los hermanos indios y campesinos, los
cuales le expusieron las terribles condiciones de vida que sufrían
debido feroz acoso por parte de los terratenientes, el gobierno y
las bandas armadas. Rompiendo el protocolo previsto, les dijo unas
palabras que constituyeron el establecimiento de una
alianza con los pobres que marcará todo su pontificado
«El
Papa actual desea ser solidario con la causa de ustedes, que es en
realidad la causa del pueblo humilde, de la gente pobre. El Papa
está con estas masas populares, casi siempre abandonadas a un
nivel indigno de vida y tratadas y explotadas duramente (…) el
Papa quiere ser la voz de ustedes, la voz de los que no pueden
hablar, para ser conciencia de las conciencias, invitación a la
acción, para recuperar el tiempo perdido que a menudo es tiempo
de sufrimiento y de esperanzas no satisfechas (…) y ahora, a
ustedes, responsables de los pueblos, clases poderosas que muchas
veces tienen tierras no productivas que esconden el pan que les
falta a tantas familias, la conciencia humana, la conciencia de
los pueblos, el grito del abandonado, sobre todo, la voz de Dios,
la voz de la Iglesia, le repiten
conmigo: ¡No es justo, no es humano, no es cristiano
seguir con ciertas situaciones claramente injustas!»
Un
jefe indígena local de la Amazonia le resumió la difícil
situación de los indígenas explotados por las multinacionales y
abandonados por el gobierno con estas palabras: «Santo
Padre, el Señor puede que sea blanco, pero nosotros
necesitamos que sea también un poco indio».
Durante
su visita a Colombia, en un encuentro con los indígenas celebrado
en Popayán el 4 de Julio de 1986, un indio llamado Andrés Camilo
Chapó pronunció ante el Papa un discurso en nombre de las
comunidades indígenas:
«Nuestra
historia de 500 años está hecha de silencio, dolor, desprecio,
marginación y martirio. Nuestra lucha es vida o muerte para
nuestra cultura. Estamos recobrando con duro trabajo nuestras
tierras para sobrevivir aquí con las formas de gobierno propias.
Hablamos con orgullo nuestras lenguas y buscamos un sistema
educativo que favorezca nuestras propias culturas y desarrollo
social. Las respuestas de los terratenientes no se han hecho
esperar, asesinando indígenas, incluyendo mujeres y niños».
Cuando
el indio destacó que contra ellos había estado también un
sector del clero, fue interrumpido por un brusco «¡basta!», que
resonó a través de los altavoces de la explanada. Lo pronunció
el padre Gregorio Caicedo, quien acompañó rápidamente al indio
hacia la tribuna del Papa, llevándolo casi a empujones. Juan
Pablo II llamó a uno de sus secretarios y comentó algo con él.
Después dijo:
«¡No le quiten la palabra indígena!» Minutos
después, por petición expresa de Juan Pablo II, el indígena
terminaría su discurso.
En
su alocución, como queriendo dar la razón al indígena, denunció:
«Sé
también que lucháis por la defensa de vuestra cultura,
representada en vuestras lenguas, vuestras costumbres y estilo de
vida; por la defensa de vuestra dignidad humana y también por la
consecución de los derechos que os competen como ciudadanos. Que
vuestra lucha esté siempre en la línea evangélica del amor a
todos los demás hermanos y de acuerdo con las normas de la moral
cristiana. La Iglesia apoya estas aspiraciones vuestras; por esto quiere,
pide y se esfuerza para que vuestras condiciones de vida sean cada vez
mejores, de tal manera que podáis gozar de todas las
oportunidades en el terreno de la educación, trabajo, salud,
vivienda, etc., de las cuales gozan los demás ciudadanos
colombianos».
«¡Basta
ya de guerras!»
El largo
pontificado de Juan Pablo II convivió con diversos
acontecimientos históricos: Guerra Fría, globalización, caída
de la URSS, EEUU como única potencia... Pero la política de
bloques dejó paso a una serie de conflictos internacionales
dispersos por el mundo y de distinta autoría, muchas veces difíciles
de solucionar, al no haber interlocutores válidos.
En
Montecassino, en el cementerio de los caídos en la II Guerra
Mundial, reflexionaba sobre las causas de este conflicto:
«¿Por
qué combatieron unos contra otros, hombres y naciones?:
ciertamente no por las verdades del Evangelio y las tradiciones de
la gran cultura cristiana (…) El Evangelio contrapone dos
programas: uno basado en el odio, la venganza y la lucha; y otro
basado en el amor. Sobre el ojo por ojo y diente por diente, sobre
el odio no puede construirse la paz y la reconciliación...»
El
Papa en su carácter de Jefe de Estado ha sido el más enérgico
opositor a la guerra. Su anhelo de paz constituye un pilar en el
ámbito de sus preocupaciones, acciones y declaraciones.
«Yo,
con el convencimiento de mi fe en Cristo y con la plena conciencia
de mi misión, proclamo que la violencia es un mal que es
inaceptable como solución a los problemas. La violencia no es
digna del hombre. La violencia es una mentira porque va contra
nuestra fe y contra la verdad de nuestra humanidad.
Me
dirijo a todos los hombres y a todas las mujeres comprometidos en
la violencia: de rodillas le suplico que se alejen de los senderos
de la violencia y que vuelvan al camino de la paz».
Junto
al hambre, el otro tema de violación de los derechos inhumanos al
que dedicaba una especial atención era el problema de la guerra.
Se podía decir que Karol estaba obsesionado por la paz, pues creía
que la guerra era la «madre» de todos los demás males, los
cuales, como si fueran las plagas de Apocalipsis, salían de la
violencia como de su fuente primordial.
Durante
sus viajes, concedía una preferencia singular a visitar aquellas
regiones del mundo devastadas por conflictos bélicos, lo cual le
llevó con frecuencia a meterse en el mismo «ojo del huracán»,
incluso con riesgo por su seguridad.
En
la Sarajevo martirizada por la guerra, dijo que «Dios está de
parte de los oprimidos, está junto a los padres que lloran la
muerte de sus hijos; escucha el grito impotente de los indefensos
que han sido devastados, es solidario con las mujeres que han sido
humillados por la violencia, está próximo a los prófugos que
han sido obligados a abandonar su tierra y su casa; tampoco
olvidan los sufrimientos de las familias, de los ancianos, de las
viudas, de los jóvenes, de los niños. Suyo es el pueblo que está
muriendo». Recalcando que es Dios padre de todos los hombres y de
todos los pueblos, subrayando la hermandad humana, lanzaba una vez
más su grito de «¡Basta ya de guerras!»
Tras
los atentados del 11 de septiembre de 2001, el Papa expresó a
Estados Unidos un pesar fuerte y claro. Aunque no en un sentido
anti-islámico. Poco después, Juan Pablo II llamaba a los católicos
a ayunar el mismo día de la conclusión del Ramadán, el mes
sagrado de penitencia para los musulmanes. El mensaje era claro:
los cristianos no están en lucha contra el Islam, del que no se
puede tener la concepción reductiva de extremista.
«Muro
de la ignominia» fue el calificativo que le mereció a Wojtyla la
absurda muralla construida por el Gobierno de Israel para marginar
aún más a los palestinos. Asimismo, censuró con gran vehemencia
la infame invasión militar contra Irak, la que señaló como una
«guerra injusta, inmoral e ilegal».
Siempre
procuraba que su compromiso por la paz y la justicia, su defensa
de los derechos humanos se enraizara en la fe y en el Evangelio,
porque de lo contrario la Iglesia se podría convertir –decía--
en un simple ministerio de asuntos sociales, en otra ONG más.
«La
paz en el mundo... Sabemos bien cuán difícil es esta tarea. En
efecto, para que sea eficaz y duradera, no puede limitarse a los
aspectos exteriores de la convivencia, sino que debe incidir sobre
todo en los ánimos y fomentar una nueva conciencia de la dignidad
humana. Es necesario reafirmarlo con fuerza: una verdadera paz no
es posible si no se promueve, a todos los niveles, el
reconocimiento de la dignidad de la persona humana, ofreciendo a
cada individuo la posibilidad de vivir de acuerdo con esta
dignidad» («La Mujer educadora para la paz», Mensaje para la jornada mundial de
la paz).
«Hoy
quiero comprometeros a ser operadores y artífices de paz.
Responded a la violencia ciega y al odio inhumano con el poder
fascinante del amor.
En
este tiempo amenazado por la violencia, por el odio y por la
guerra, testimoniad que Dios y sólo Dios puede dar la verdadera
paz al corazón del hombre, a las familias y a los pueblos de la
tierra. Esforzaos por promover la paz, la justicia y la
fraternidad.
Os invito a cada
uno a comprometerse cada día en el seguimiento de Cristo para
rechazar la violencia, que es un camino sin futuro, y para
construir una paz duradera fundada en la justicia y el respeto de
las personas».
«El diálogo,
basado en sólidas leyes morales, facilita la solución de los
conflictos y favorece el respeto de la vida, de toda vida humana.
Por ello, el recurso a las armas para dirimir las controversias
representa siempre una derrota de la razón y de la humanidad.
La paz exige cuatro condiciones esenciales: Verdad,
justicia, amor y libertad.
La verdad, será fundamento de la paz cuando cada
individuo tome conciencia rectamente, más que de los propios
derechos, también de los propios deberes con los otros.
La justicia, edificará la paz cuando cada uno
respete concretamente los derechos ajenos y se esfuerce por
cumplir plenamente los mismos deberes con los demás.
El amor será
fermento de paz, cuando la gente sienta las necesidades de los demás
como propias y comparta con ellos lo que posee, empezando por los
valores del espíritu.
La libertad,
alimentará la paz y la hará fructificar cuando, en la elección
de los medios para alcanzarla, los individuos se guíen por la razón
y asuman con valentía la responsabilidad de las propias acciones».
En octubre de 1986,
el Papa convocó a los líderes de las principales confesiones
religiosas del mundo a un encuentro en Asís para rogar por la paz
en el mundo. Con ese motivo, pidió en el mundo la «tregua de
Dios», para que la violencia del mundo cesase al menos por un día.
Estos encuentros se repitieron en más ocasiones, siempre en Asís,
durante su pontificado.
«Los cristianos,
en particular, estamos llamados a ser centinelas de la paz, en los
lugares donde vivimos y trabajamos; es decir, se nos pide que
vigilemos para que las conciencias no cedan a la tentación del
egoísmo, de la mentira y de la violencia».
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