Orar con el Padre  
Pío
 
Laureano J. Benítez 
Grande-Caballero

 

EDITORIAL DESCLÉE DE BROUWER, 2004,  11ª edición

 

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Capítulo 5

“Crucificado sin cruz: los estigmas”

 

Los años oscuros que pasó en su Pietrelcina natal, sembrados de éxtasis y tormentos interiores, de visiones celestiales y largas enfermedades, constituyen un período de vital importancia, pues durante ese tiempo Dios fue preparándole para la misión y el testimonio que iba a pedirle en el futuro.

A finales de agosto de 1910, es decir, a los pocos días de su ordenación, empieza a sentir los primeros dolores en las manos y en los pies. Aunque al principio eran ocasionales, estos estigmas invisibles se hicieron permanentes más tarde, aunque sin mostrarse al exterior, hasta que el 20 de septiembre de 1918 se hicieron sangrantes y continuos. Estuvo como “un crucificado sin cruz”, participando en los padecimientos de Cristo, durante cincuenta años exactos, ya que los estigmas le desaparecieron el 20 de septiembre de 1968

En la lista de más de 250 estigmatizados reconocidos, donde figuran desde el fundador de su orden, San Francisco, a santos tales como Catalina de Siena, María Magdalena de Pazzi, Gema Galgani, y los casos más recientes de las místicas Anna Katalina Emmerich y Teresa Neumann, es el único sacerdote, y el que más tiempo portó los estigmas.

Esos estigmas eran una gracia que Dios le concedía, pero también eran portadores de un mensaje, de un testimonio para el mundo que apuntaba más allá de la simple constatación de un milagro: recordar los sufrimientos padecidos por Cristo para la salvación del mundo, y defender la eminente dignidad del sacerdocio.

Sin embargo, la gratuidad del don no quiere decir que se le concedieran los estigmas al Padre Pío “por casualidad”: él no había pedido los estigmas en su versión visible y milagrosa, desde luego, pero sí deseaba padecer los mismos sufrimientos de Jesús en el Calvario. como prueba de amor y para salvar almas.

“Desde hace tiempo siento una necesidad, la de ofrecerme al señor como víctima por los pobres pecadores y por las almas del purgatorio. Este deseo ha ido creciendo cada vez más en mi corazón, hasta el punto de que se ha convertido, por así decir, en una fuerte pasión. Ya he hecho varias veces ese ofrecimiento al Señor, presionándole para que vierta sobre mí los castigos que están preparados para los pecadores y las almas del purgatorio, incluso multiplicándolos por cien en mi, con tal de que convierta y salve a los pecadores, y que acoja pronto en el paraíso a las almas del purgatorio.”

Por otra parte, cuando Dios marca a alguien con carismas extraordinarios, los utiliza como “reclamo” para llamar la atención del mundo sobre la vida de esa persona, deseando que la espectacularidad de esos milagros dé a conocer valores y virtudes que podrían correr el riesgo de no ser suficientemente conocidos.

En este sentido, desde el fenómeno de la estigmatización comenzaron a acudir multitudes de peregrinos a San Giovanni Rotondo, hasta que, al cabo de poco tiempo, el capuchino de los estigmas era mundialmente conocido. Entre esas masas de peregrinos el Padre Pío pudo llevar a cabo su tarea de salvar almas, pues muchos de los que acudían atraídos por lo sobrenatural o por pura curiosidad acababan de rodillas a sus pies, en conversiones fulminantes.

Como dijo P. Fidel González, Consultor de la Congregación para las Causas de los Santos, “en él se verifica exactamente un cambio de marcha: no fue el misionero’ ad gentes’ que se encaminó a evangelizar a los pueblos, sino que una ‘clientela mundial’ iba a buscarlo con auténtica avidez para ser evangelizada.”

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La santidad suele ir acompañada muchas veces de gracias sobrenaturales y dones místicos, de los cuales tuvo en abundancia el Padre Pío: estigmas, bilocaciones, clarividencia, curaciones, milagros, éxtasis… Pero el don que siempre está presente en todos ellos es “la santa humildad”, como ellos llaman a esta virtud, que les hace considerarse indignos de los dones que gratuitamente se les conceden, y que les lleva a intentar ocultarlos, por vergüenza. “Tengo que responder ante Dios de este don terrible”, decía, para referirse a que los estigmas eran para él una responsabilidad, más que una recompensa.

“Ayer por la noche me sucedió algo que yo no sé explicar ni comprender. En medio de la palma de las manos apareció un poco de rojo parecido a la forma de la moneda de un céntimo, acompañado también de un dolor fuerte y agudo en esa zona. Igualmente siento un poco de dolor bajo los pies. Este fenómeno se está repitiendo desde hace casi un año. Pero no os preocupéis si es la primera vez que os lo digo: es que he tenido que vencer una maldita vergüenza. Y aún ahora, ¡si supiérais la violencia que he tenido que hacerme para decíroslo! (Carta al padre Benedetto, del 8 de septiembre de 1911)

Quienes, como el P. Pío, se ofrecen como víctimas propiciatorias, buscan el sufrimiento, pero nunca los méritos; nunca rechazan el dolor, pero se resisten a aceptar la gloria que merecerían por su sacrificio. Durante los ocho años que padeció los estigmas invisibles, sólo sus dos directores espirituales estaban al corriente del fenómeno, que sólo menciona ocho veces en su numerosa correspondencia con ellos, y, de ordinario, para responder por obediencia a sus preguntas

La primera vez que Jesús quiso honrarme con ese favor, los estigmas fueron visibles, especialmente en una mano; después, porque mi alma quedaba bastante aterrada por tal fenómeno, rogué al señor que retirara ese fenómeno visible. Desde entonces ya no ha aparecido; pero, si las heridas han desaparecido, no ha desaparecido el dolor agudo que se deja sentir particularmente en ciertas circunstancias y en días determinados.” (Carta del 10 de octubre de 1915 al padre Agostino).

 “Levantaré con fuerza mi voz hasta Él, y no cesaré de suplicarle que, por su misericordia, retire de mí no el desgarramiento ni el dolor, porque lo veo imposible y yo siento deseos de embriagarme de dolor, sino estas señale que me traen una confusión y una humillación indescriptibles e inaguantables.”

   El 14 de septiembre de 1915, justo en la fecha de la Exaltación de la Santa Cruz, y en el aniversario de la estigmatización de San Francisco, que tuvo lugar el 14 de septiembre de 1224, los estigmas invisibles se hicieron permanentes.

      A unos cien metros, detrás de la granja en que trabajaba la familia Forgione,El P. Pío se había construido una choza de paja para resguardarse de los rayos del sol, donde se refugiaba para estudiar y orar. El 14 de septiembre de 1915, la madre, al advertir que su hijo no llegaba a almorzar, se dirigió a la choza:

—¡Padre Pío! ¡Padre Pío! —le llamó. Después de unos momentos, su hijo salió de la cabaña agitando las manos, como si se las hubiera quemado.

Su madre, de carácter siempre alegre, se sonrió y le dijo:

—¿Qué traes ahora que vienes tocando la guitarra con las dos manos?

No es nada  —contestó el Padre Pío—, dolores insignificantes.

En realidad el Padre Pío acababa de recibir los estigmas invisibles.

“El Padre celestial no deja de hacerme participar de los dolores de su Hijo único, incluso físicamente. Estos dolores son tan agudos, que no es posible describirlos ni imaginarlos. Además, no sé si es falta de fortaleza o si es una falta mía, pero cuando me encuentro en ese estado, lloro sin querer, como un niño.”

Tres años más tarde, los estigmas se hicieron visibles.  

“En la mañana del día 20 del mes pasado (septiembre de 1918), en el coro, después de celebrar la santa Misa, fui dominado por un descanso semejante a un dulce sueño. Todos mis sentidos internos, así como las mismas facultades de mi alma, se hallaban en una quietud indescriptible (…)

Mientras me encontraba así, vi ante mí a un curioso personaje, cuyos pies y costado sangraban abundantemente. Su vista me espantó; no sabría decir lo que experimenté en ese momento. Me sentí morir, y habría muerto si el Señor no hubiera intervenido para sostenerme el corazón. El personaje desapareció de mi vista y me di cuenta de que mis manos, mis pies y mi costado estaban taladrados y sangraban abundantemente. Imaginad el suplicio que sentí entonces y que sigo sintiendo continuamente casi todos los días…”  

Más tarde, precisará que esas heridas o “flechas luminosas” partieron de las llagas del crucifijo que había en el coro, transformado en un serafín que portaba las llagas de Cristo.

Comienza entonces una sucesión interminable de visitas al estigmatizado por parte de médicos, teólogos y enviados especiales de las autoridades eclesiásticas, para verificar la autenticidad del fenómeno. Como suele ocurrir en estos casos, la fe de la gente sencilla advirtió, mucho antes que la razón y la ciencia de los “expertos”, que aquel fenómeno extraño era una gracia sobrenatural, algo que “olía” a santidad.

Todavía nadie sabía nada de sus heridas cuando, a la mañana siguiente, una penitente del Padre vio que tenía algo raro en las manos. Creyó primeramente que eran heridas corrientes pero, al ver su localización y simetría, entendió que eran estigmas.

Uno de los médicos que le reconocieron nos da el siguiente testimonio:  

                                                         “Las heridas de las manos sangran ligeramente y casi de continuo. Lavadas con agua clara, los estigmas aparecen como llagas circulares de unos dos centímetros de diámetro, en el centro de la palma. Se ve exactamente el dorso de las manos, por lo cual se trata de auténticas perforaciones. En consecuencia, el Padre no puede nunca cerrar las manos por completo, y como Teresa Neumann, escribe con dificultad. No es posible comprobar la profundidad de las heridas a causa de la película que las recubre. Esta película se desprende con frecuencia y se le forma otra.

Durante el día, el Padre Pío lleva guantes de lana marrón, excepto para la celebración de la Misa, único momento del día en el que las heridas son visibles a los fieles, por más que él se empeñe en ocultarlas empleando las largas mangas de su alba. Por las noches, lleva generalmente guantes de algodón blanco; por la mañana, están empapados de sangre y él mismo los lava en su celda. Sólo por casualidad los Capuchinos son testigos de tales hechos.

También la herida del costado sangra continuamente, más o menos el equivalente a una taza diaria, aunque la sangre sale mezclada con serosidad. Él mismo coloca sobre la llaga un lienzo que sostiene por medio de una banda ancha enrollada en su torso. Los frailes, que nunca tiran esos trozos de género impregnados en sangre, no tienen derecho a distribuir ninguno de sus efectos personales bajo pena de excomunión. Por eso, entrega en manos del Hermano Vicario las gasas manchadas que luego son encerradas bajo llave. Las tiene que renovar dos o tres veces por día.

Las heridas de sus pies son de igual naturaleza y de igual forma que las de sus manos, en el empeine y la planta del pie. La parte inferior esta siempre impregnada de sangre. Su marcha es siempre incierta, lenta, titubeante.”

Más, a pesar de las precauciones, algunas prendas en contacto con los estigmas  llegan a poder de los fieles, que las tratan como auténticas reliquias milagrosas. Lo cual no deja de tener sus razones…

Monseñor Damiani, prelado uruguayo, logró uno de los guantes del Padre Pío en su visita a San Giovanni, con la intención de curar a su hermana, gravemente enferma de un cáncer de estómago, que le impedía ingerir ningún alimento, y de una lesión en la aorta.  De vuelta a Montevideo, colocó el guante sobre el estomago, garganta y cuello de la moribunda, que inmediatamente cayó en un profundo sueño. Al despertar, la paciente contó que el Padre Pío había estado soplando sobre ella mientras rezaba. Esto ocurrió en noviembre de 1921.

Pero el capuchino estigmatizado todavía portaba un estigma invisible, una herida interna que no sangraba, que no se mostraba a la luz, pero que era mucho más profunda que las llagas externas. En la mística se la conoce con el nombre de “herida de amor”, o “dardo de fuego”, una prueba común en muchos santos, que el Padre sufrió —otra coincidencia— en la víspera de la fiesta de la Transfiguración (5 de agosto de 1918)

“Sí, mi alma está herida de amor a Jesús; estoy enfermo de amor; siento de continuo el dolor amargo de ese fuego que quema sin consumir.”

“Estaba confesando  a nuestros muchachos la tarde del 5, cuando de pronto fui lleno de un terror extremado a la vista de un personaje celestial, que se presentó ante los ojos de mi inteligencia. Tenía en la mano una especie de instrumento, parecido a una hoja de hierro muy larga con la punta afilada, que parecía que acababa de salir del fuego.

Ver todo esto y observar que ese personaje lanzaba con toda violencia ese instrumento contra mi alma, fue todo uno. Apenas si lancé un lamento, y me sentí morir. Ese martirio duró sin interrupción hasta el 7. No puedo decir lo que sufrí durante ese tiempo tan doloroso. Incluso creía que mis entrañas iban a ser arrancadas y extraídas por ese instrumento. Desde ese día estoy herido de muerte. Siento en lo más íntimo de mi alma una herida siempre abierta, que me hace sufrir de continuo.”

En cierto sentido, todos los creyentes estamos estigmatizados, pues llevamos indeleblemente marcada en el corazón la presencia del Espíritu Santo, como una llaga que demuestra el amor que Dios nos tiene, y que nos hace “a imagen y semejanza de Él.” Tito Paolo Zecca, padre pasionista, afirma:

“En el misterio de la resurrección de Jesús, el Evangelio muestra cómo no han quedado canceladas sus llagas. En el Evangelio de Juan, cuando Jesús entra en el Cenáculo con las puertas cerradas y saluda a los discípulos, muestra los estigmas para identificarse. A santo Tomás le dice: “Mete tu dedo en mi costado.” Este fenómeno muestra la eficacia de la salvación de Cristo en la Cruz y permanece de manera particular en el signo de los estigmas, convirtiéndose en un dato distintivo de la eficacia redentora y salvadora de la fe.

¿Por qué da el Señor esta ‘gracia’ a ciertas personas? La respuesta está precisamente en su misión. Es un servicio que la Iglesia necesita en un momento particular de su historia. Es como un signo profético, un llamamiento, un dato sorprendente capaz de recordar a los hombres las cosas esenciales, es decir, la conformación con Cristo y la salvación de Cristo, que con sus llagas nos ha rescatado.

En cierto sentido, todos nosotros llevamos los estigmas, pues con el bautismo estamos sumergidos en la vida de Cristo, que nos permite participar en el misterio pascual de su muerte y resurrección. En su pequeñez, cada uno de nosotros lleva los estigmas. Si los lleva con espíritu de fe, esperanza, valentía y fortaleza, estas llagas, que pueden ser purulentas y que no cicatrizan nunca, pueden servir para curar a los demás.

En definitiva, los estigmas representan la aceptación consciente de la Cruz vivida espiritualmente’.

El día 20 de septiembre de 1968, a los cincuenta años exactos de su aparición, le fueron retirados los estigmas. Dos días después, el Padre Pío entregaba su alma a Dios.

En el cuarto aniversario de la muerte del Padre Pío, el cardenal Siri definió así su misión: “El sufrimiento por el pecado de los hombres. Quizá si el pecado del mundo no se manifestara en todas direcciones, grave, pesado, opresor, con malicia satánica, su caso habría sido otro, y quizá Dios le hubiera otorgado sus dones místicos sin obligarle a estar medio siglo en la Cruz. Pero no ha sido así: ha sido un signo de Dios.”

 

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